En cualquier lugar del mundo, dos o más músicos tienen una misma manera para empezar un vínculo: improvisar. No importa si se trata de intérpretes totalmente experimentados y con una larga trayectoria, o más bien de principiantes que están descubriéndose a través de su instrumento. Tampoco tiene relevancia si se juntan para disfrutar de solo un momento entre amigos o colegas, o si el objetivo es preparar un proyecto profesional a largo plazo. Puede, además, tratarse de innumerables géneros: rock, salsa, blues, jazz, rap. Solo una cosa es indispensable: conectar con el otro.
Bien sabemos que la música nos permite establecer variados vínculos. En primer lugar, con nosotros mismos: con aquello que sentimos, que pensamos, con lo que queremos decir aun sin encontrar las palabras adecuadas. Así también, la conexión con nuestro entorno, abrazando un sentimiento colectivo que nos haga formar parte de algo (acaso el ejemplo más exacto de ello sea la complicidad que se genera cuando estás en un concierto y empatizas con cualquier desconocido, porque está sintiendo lo mismo que tú). En el caso de los músicos, hay algo tal vez más críptico, pero que no deja de ser real: coincidir en un arreglo de guitarra, en la elección de un timbre en particular o pensar en una misma vuelta armónica; todos aquellos detalles resultan insospechadamente cruciales para el desarrollo de un vínculo, y es en la improvisación –cuando nos dedicamos a jugar con la música– cuando estos detalles se evidencian. Y nuestro cerebro tiene mucho que ver con ello.
En un estudio publicado en diciembre de 2010, titulado “The Improvisational Brain”, la periodista científica Amanda Rose Martínez aborda un momento clave para el pianista clásico Robert Levin, durante una presentación en el Bremen Music Festival de Alemania. Había llegado el momento de la cadenza, en que la orquesta deja de tocar para dar paso a la improvisación del músico solista; en este caso, el pianista. La pieza era el “Concierto para piano en do mayor” de Beethoven, pero Levin había empezado a tocar llegando hasta la escala de fa sostenido mayor (una escala bastante alejada de la tonalidad original). Levin cuenta que se detuvo por un instante, mirando las teclas del piano sin saber cómo seguir, y sintiendo la presión (por la espera y las expectativas) del público, de la orquesta que debía retomar la pieza con él, y la suya propia. Algo –que él considera casi milagroso– lo llevó a un acorde de sétima disminuida y luego a un juego casi rudimentario de manos hasta, por fin, volver a la escala de do mayor y reanudar la interpretación junto con la orquesta.
En el artículo, la autora cita al etnomusicólogo cognitivo Aaron Berkowitz, quien tiene una teoría muy interesante en cuanto a la improvisación. Para él, se trata de un proceso parecido al de aprender un segundo idioma: al principio, puedes comunicarte con algunas palabras clave, transmitir lo básico para saber que estás siendo entendido; luego, vas adquiriendo un mayor conocimiento que te permite relacionar unas ideas con otras; y, finalmente, te encuentras hablando con una fluidez bastante parecida a la de tu idioma nativo. Y aquí se centra un punto importante: lo consciente se hace subconsciente; el pensamiento racional (qué palabra usar / qué nota usar) se vuelve automático.
Así, Berkowitz se unió al neurocientífico Daniel Ansari para estudiar el comportamiento del cerebro cuando los músicos improvisan. Observaron que diferentes áreas se estimulaban según el conocimiento previo de los músicos acerca de las piezas a abordar. Pero quizás este sea uno de los datos más interesantes: notaron un aumento en la actividad prefrontal medial (la llamada “región del cerebro de la autoexpresión y lo autobiográfico”) y, de manera simultánea, un decrecimiento considerable en las regiones laterales prefrontales (que rigen la autoconciencia y la inhibición), justo en los momentos de improvisación.
Es decir, en el cerebro de quien está improvisando, la región encargada de la autocontención se desactiva, permitiendo que el área que impulsa la expresión liberada y auténtica –por biográfica– se presente para actuar casi sin control.
Volviendo a Levin, entonces, lo que él consideró milagroso, era realmente su cerebro pudiendo expresarse sin ningún tipo de ataduras. Resolver la situación con ese acorde y esas figuras no fue producto del azar, sino de la liberación de sus propias vivencias, estímulos y recuerdos. Ahí radicaría uno de los poderes de improvisar: dejar atrás toda cohibición y ser uno mismo.
Si trasladamos estas ideas a un entorno colectivo (juntarnos a tocar con otros músicos), podríamos pensar en la improvisación como una manera ideal para conectar con otras personas mediante el lenguaje musical. Pero no se trataría de una comunicación racional, medida o cautelosa de nuestras acciones/reacciones. Muy por el contrario, nos permitiría expresarnos de forma totalmente auténtica, sin temores; vincularnos con los demás, liberados de complejos. Y caer en cuenta de que quizás un solo de guitarra no planeado puede hablar sobre nosotros incluso mejor que nuestras propias palabras.